Durante un momento te asustas. Durante un segundo cunde el
pánico dentro de tu cabeza.
Un montón de “¿y si…?” te comen, te devoran. Sostienes todas
tus expectativas en las manos, tambaleantes. Los días interminables esperando,
los sueños, charlas llenas de spoilers por WhatsApp.
Pero, en solo un minuto, todo desaparece.
Los elfos se quejan a voz de grito de sus condiciones laborales,
camareros con acento durmstraniano te sirven Coca-Cola y un alegre y ruidoso
grupo se forma a tu alrededor.
Entonces, justo ahí, justo en ese momento, tumbada sobre la
hierba, mirando el cielo y escuchando mil mamarrachadas, lo entiendes. Poco a
poco. Ese sentimiento, esa sensación.
Sé que sabéis a qué me refiero: es lo que sientes cuando
llegas a casa.
Que después sueltas tu maleta en una cabaña que, de
primeras, no te ha parecido muy acogedora, te pides esa litera con un grito y
miras a las once personas que –aunque aún no lo sabes— van a hacer de esa
semana lo mejor. Más tarde (y mientras maldices que tu apellido no empiece
por A) pasas unos infernales minutos esperando a que te pongan un sombrero en
la cabeza. Cuando ¡por fin! eso sucede, el
maldito grita el nombre equivocado.
“¡RAVENCLAW!”
Parémonos un momento a apreciar dos cosas: te encuentras en
una cabaña que ha sido totalmente improvisada (con el baño lejos y lleno de
arañas) y en una casa que no es la tuya.
Bien, pues estas dos cosas fueron unas de las mejores cosas
que pudieron haber pasado.
Aprendes tanto de las personas que te rodean como de ti. Te
dan la oportunidad de probar eso de ser un águila y no una serpiente, de ser
menos egoísta, de aprender a ayudar a los que quieres.
Aprendes que la magia existe, y la mayoría de las veces no
tiene nada que ver con una varita.
Noa.
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